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UD LAS PALMAS 2-2 REAL MADRID
DESDE LA GRADA CURVA.- EDUARDO FRANCESCOLI
Los partidos de fútbol se juegan tres veces. La primera es preliminar, ante los micrófonos, en el papel, en cada barra de bar, en cada conversación aparentemente inocua en el taxi. Es el encuentro que disputaron Zidane y Setién con la complicidad de los periodistas, esa Las Palmas invisibilizada por los informadores madrileños, que no participaba del partido, convertida en sparring anónimo de un Real Madrid líder y tan ególatra como sus productos más reconocibles, Mourinho, Cristiano, Florentino.
El segundo partido, noventa minutos sobre el césped. Pero qué más da lo que pase sobre el césped si no se libra el tercero de los enfrentamientos, el que mantendrá en la memoria la presunta verdad de cada pase, de cada regate, de cada carrera: es el partido que libran los marcas, los as, los sports, los Madrid televisión, los chiringuitos y los clubes y los días del fútbol, un combate en el que Las Palmas siempre salió perdiendo porque no tiene cronistas como Viera, que no se dejen amilanar por josemaríasgarcías o lamorenas, por manucarreños o pacogonzalez, por segurolas o pedreroles, que como Viera prescindan del qué dirán y en una esquina del universo fútbol simplemente se dispongan a jugar con la pelota, o las palabras, sin atender a los galones sociales del fútbol establecido.
Viera no está en las crónicas oficiales. Está – y es cierto – que este Madrid de Zidane es más equilibrado y pujante que su precedente, dependiente solo de los arreones emocionales y físicos de su C7 sobre el campo. Pero precisamente ante ese Real Madrid estructurado, de arquitectura sólida, que en los primeros veinte minutos parecía que iba a acotar poco a poco a los amarillos en su terreno, desconfiados éstos de sí mismos tras la debacle en Donosti, ante la clase inteligente de Modric, la potencia de Bale, los apuñalamientos escorados de Carvajal, la sutileza de Asensio y el acechamiento constante de Morata, ante un Madrid campeón de la Champions por undécima ocasión, surge a los veinte minutos un malabarista tizón, un patriarca callejero, un descarado vegetal endémico de las aceras de La Feria, Jonathan Viera, para quedarse con la pelota, para acariciarla, mimarla, golpearla, moverla, bailarla, susurrarle y convencerla, convencer a la pelota y a los otros veintiún jugadores y a los veintidós mil espectadores que a partir de entonces, hipnotizados todos, la pelota hará lo que él diga, parará cuando él diga, circulará cuando él diga, cantará gol cuando él diga.
Porque el partido de fútbol, lo que debiera llamarse fútbol, duró lo que estuvo Viera sobre el campo. En un día distinto para el deporte isleño, en que el GranCa lograba al fin encaramarse a un título oficial, en el que hasta en el Athleti debutaba un vasco que se llama Yeray, Jonathan Viera, ante los rostros más reconocibles del estrellato, volvió a aportar su dosis personal en la invención constante del juego llamado fútbol, con siete amigos más de las calles grancanarias y tres aportaciones foráneas – Varas, Macedo, Livaja –, ocho canteranos que hicieron frente a la chequera blanca con la sabiduría indeleble de la amistad.
El partido fue Viera. Es verdad que cuando mejor jugaba Las Palmas marcó Asensio, tras un despeje de un incomensurable Varas bajo la madera. Es verdad que solo cuatro minutos después Tana, magistral en las paredes, magistral en sus ayudas defensivas, apuntó hacia uno de los postes de Casilla para concebir su tercer gol de la temporada. Es verdad que Benzema parecía poner el 2 en la quiniela tras un nuevo rechace de Varas. Es verdad que a cinco minutos del final El Zhar, Tana, Vicente y Araujo devolvían con un gol de fe la afrenta postrera de Casemiro, en el último minuto, la temporada pasada. Todo es verdad. Pero no la verdad.
Porque el partido fue Viera. El endémico Viera. Vitolo es autóctono, Silva es autóctono, Valerón fue autóctono. Ejemplares únicos del majado de fútbol sutil y certero que se cocina en los morteros del fútbol canario. Viera no: el fútbol de Viera necesita saber que los amigos de La Feria están en la Grada Curva, necesita de paladares que saben esperar, que reconocen en cada una de esas esperas el umbral de la estampida, que conocen y reconocen la danza quieta que precede al impulso definitivo y homicida; que conocen y reconocen en cada círculo sobre sí mismo la línea directa y certera del pase de gol, que llegará, inmediatamente después; de paladares que conocen y reconocen, que gustan y degustan, de un fútbol que no solo se mide en goles, ni en puntos, sino en regates, fintas, túneles, vaselinas, en paredes y taconazos, en controles con el pecho y con el muslo, en pases certeros y arriesgados, en combinaciones cortas y cambios de juego, un fútbol endémico que solo puede crecer en las condiciones únicas de humedad y sol y comprensión, ninguna de ellas exportables, que encuentra Jonathan Viera en las calles de La Feria, en las gradas de Gran Canaria, en la zamarra amarilla que un día vistieron anteriores Vieras. Viera, el endémico.
Viera, en el minuto veinte, cogió el balón. Inició un trazado inacabable de vínculos con Tana, con Roque, con Vicente. Se escoró a la izquierda y se encontró a Momo, a Dani Castellano, con quienes dibujaba triángulos cercanos. Se situó en el centro y trazó una línea dinámica con Roque, con quien avanzaba mediante paredes cortitas con que sortear enemigos blancos. Se escoró a la derecha y dibujó una curva aérea que a punto estuvo de convertir Tana en una segunda curva mortal sobre Casilla. Se situó en la frontera blanca del área, a esperar, con la pelota en las uñas, mientras la defensa desconcertada se incomodaba por el paso de los segundos sobre aquel reloj esférico, al que no podían dejar de mirar. Estaban Modric, Bale, Kros, Sergio Ramos y Varane, grandes jugadores, estaba hasta Cristiano Ronaldo, pero la pelota y el tiempo solo obedecían a ese endemismo maraconésico llamado Viera. Hasta el minuto 51, en que Viera salió, lesionado, y todos supieron que, como ocurre con los músicos de jazz en las salas y las noches más inesperadas, habían asistido al momento, al momento de Viera, a una composición espontánea e irrepetible para la que, cada noche y en cada rincón del planeta, se organizan partidos de fútbol.
Cuando C7 salió del terreno, quejoso, apesadumbrado, Zidane, uno de los verdaderos jugadores grandes y víctima a su llegada al fútbol español de otra noche mágica para la que se entrenan en las aceras y sin saberlo durante toda la vida los niños de Gran Canaria, solo pudo consolarle, en lenguaje también autóctono: ¡Fuerte Viera, Cristiano!